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Amor de padres.

Raquel Lainde
4 min readMay 11, 2024

Cuando tenía 16 años me escapé de casa.

Bueno en realidad no me fui, simplemente decidí no regresar.

Era una adolescente difícil y ese verano me mandaron a un campamento de idiomas en el Reino Unido. Un fin de semana hice, también allí, algo inadecuado para los estándares adultos. El domingo en la noche, al enterarse mis padres, hubo una gran bronca telefónica. “¡Cuando tengas 18 harás lo que quieras! pero mientras tanto…”. Llevaba ya dos años escuchando esa frase en cada discusión.

Yo era rebelde e inconsciente, pero también lista y buena (como la gran mayoría de adolescentes). No veía la forma de seguir conviviendo con ellos durante dos años más sin dañarnos, así que invertí la mañana del lunes en buscar habitación, trabajo y escuela. Al mediodía llamé a casa desde una cabina y le conté solemne el plan a mi madre: me quedaría en el piso de unos amigos universitarios italianos, trabajaría en un McDonalds a media jornada y estudiaría orfebrería en una escuela de formación profesional cuya matrícula me facilitaban los servicios sociales. Lo tenía ya todo apalabrado.

Dí detalles para que no se preocuparan y también para pedir apoyo: La habitación costaba 7000 pesetas semanales (lo que ellos pagaban por mi psicoterapia en Madrid). Si seguían subvencionándome esa cantidad yo calculaba poder llegar a la mayoría de edad trabajando en algo que me atraía y siendo bilingüe. “Es mejor inversión que el psicólogo”, argumenté.

Cuando mi madre colgó el teléfono llamó a mi padre al trabajo y quedó con él en el aeropuerto. Dejó a mis hermanas a cargo de un familiar, tomó sus pasaportes y metió un par de mudas en una maleta. Volaron ambos a Londres en el primer avión disponible y aparecieron frente a mi puerta a medianoche.

Pasamos la madrugada hablando. Me escucharon. Mucho y bien. Se preocuparon por entenderme todo lo posible y por encontrar la forma de que yo les entendiera a ellos.

Como adultos asumieron la responsabilidad de apuntalar a ritmo express los cimientos de la confianza rota en nuestra relación. Pararon toda su vida y se mordieron mucho la lengua para demostrarme que yo era prioritaria. Con esa incondicionalidad pudimos empezar a fabricar mejores andamiajes.

Cuando tenía 17 años NO perdí mi habitación en su casa.

Había dejado de ser una adolescente problemática para convertirme en una jovencita cumplidora.

Residía en París y estudiaba C.O.U. en el Liceo Español, que era público. El curso anterior había hecho 3º de B.U.P. en Hereford, en un colegio privado.

Mis padres habían transigido en que no regresara a Madrid un segundo año y yo había transigido en continuar viviendo en un entorno controlado. Ellos costeaban mis gastos básicos si yo ganaba en verano mi dinero de bolsillo. El trato se mantendría mientras lo aprobara todo e hiciera la selectividad, por si el año siguiente (o algún día) quería ir a la universidad.

Mis deseos eran otros y ellos lo sabían. Estaba asociada al Louvre, siempre que podía asistía a los seminarios que impartían sus restauradores y restauradoras. Fantaseaba con titularme en L’École du Louvre. Para ello tendría que pasar mínimo siete años en París: un par preparando el exámen de acceso y luego otros cinco estudiando en el museo. Nada estaba más lejos de mis planes que volver a Madrid a la universidad.

A mitad de curso mi abuela sufrió un ictus que la dejó en cama, ya para siempre imposibilitada. Necesitaba cuidados contínuos y era inviable mantenerla en su piso. Cuando se estabilizó mis padres decidieron que la abuela viviría con ellos. Para eso había que reorganizar la casa y hacer sitio.

Esperaron hasta que volví por Semana Santa y me contaron qué habían pensado al respecto: Mi cuarto, el más grande, lo compartirían mis hermanas, a quienes no les importaba dormir juntas. Yo pasaría a la habitación más pequeña. La de mi hermana mediana sería para la abuela.

Yo dije que no era necesario que las niñas perdieran su independencia ni planear tanta mudanza ¡Con deshacer mi habitación bastaba! Total, si ya solo iba a volver en vacaciones…

Aquí no hubo negociación. Su decisión era inamovible. Insistieron en ir conmigo a comprar mobiliario que fuera de mi agrado, que yo misma escogiera: “Necesitas una cama nueva, Raquel, que la tuya no entra aquí y en la de tu hermana no entras tú. También baldas para los libros, que las estanterías de tu cuarto son demasiado grandes”. Pasé dos días con mi padre montando muebles de IKEA y cambiándolo todo de sitio. Asegurando a mi madre que sí, que todo me gustaba mucho… mientras ponía los ojos en blanco porque lo consideraba innecesario.

En medio del caos y del duelo familiar, a pesar de su agotamiento, con el presupuesto constreñido por los gastos ingentes que ya había ocasionado mi salida y los que supondría mantener a una abuela dependiente de forma indefinida, sin escuchar mis protestas… mis padres volvieron a demostrarme su incondicionalidad con hechos.

Querían que quedara claro que siempre habría un lugar al que volver para mí; que la suya seguía siendo mi casa, pasara lo que pasara.

Recuerdo todo esto en detalle desde hace una semana.

Mi hijo mayor ya tiene 16 y toma decisiones.

Creo que es una suerte para él tener los abuelos que tiene porque me enseñaron a ser la madre que soy. Con mil defectos, con mil errores, con mil carencias… pero también con las prioridades claras.

Ojalá su padre las compartiera.

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Raquel Lainde
Raquel Lainde

Written by Raquel Lainde

Equilibrista entre #Diversidad, #Inclusión, #Marketing, #TransformaciónDigital, niñxs, libros, viajes y empresarixs. Vida ecléctica…

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