Las “nuevas narrativas”, la cultura de la cancelación y el efecto colateral de la vergüenza

Raquel Lainde
10 min readOct 28, 2020

(O cómo evitar el aumento de la perversión social con narrativas alternativas basadas en el trabajo de Boris Cyrulnik sobre la resiliencia)

“Una persona que siente vergüenza cree que la mirada del otro es la de un depredador” Boris Cyrulnik.

Desde hace algunos años alterno mi trabajo como growth hacker (lograr de forma eficiente y escalable objetivos concretos a través de internet) con la consultoría en diversidad e inclusión (mejorar los procesos para que sean menos discriminatorios y que así “las minorías” puedan acceder a espacios de poder).

Últimamente combino estas dos profesiones en proyectos de experimentación y análisis en internet de narrativas discriminatorias. Es fascinante. En esta labor parto de dos hipótesis principales:

  1. Estamos inmersos en lo que podríamos llamar la Cuarta Ola (¡o tsunami!) del feminismo.
    A partir de la democratización del acceso a internet las identidades históricamente discriminadas alzan coralmente sus voces construyendo comunidad, compartiendo experiencias y dolores, avanzando discurso, reivindicando derechos o compensaciones y tejiendo alianzas a unos niveles y una velocidad nunca antes conocida.
  2. La mayor amenaza para el cambio social y cultural que empieza a atisbarse como resultado de esta Cuarta Ola reside en las resistencias de la población privilegiada: aquellas personas que estamos más arriba en la “cadena trófica social”.
    Al moverse quienes se encuentran “por debajo” de nosotros sentimos temblar el suelo sobre el que hemos construido nuestra identidad y buscamos desesperadamente formas de apuntalar el sistema, aferrándonos consciente o inconscientemente (a veces con violencia), a unas creencias y valores que la Cuarta Ola cuestiona y en los que se asienta una parte importante de la propia percepción de valía personal.

Mi trabajo, en base a estas dos hipótesis, está enfocado en probar formas de contrarrestar estas resistencias.

No es un camino fácil. A menudo es sucio y con frecuencia desesperanzador, no voy a negarlo. Pero tengo tres criaturas e intuyo que recorrerlo es lo mejor que puedo hacer por su futuro.

En este tiempo de aprendizaje y experimentación me he dado cuenta de que mi mayor obstáculo es la polarización y mi mejor herramienta los relatos personales, esos que forman parte de lo que se ha dado en llamar desde la academia

Las nuevas narrativas.

En el contexto de evidenciar las relaciones de poder injustas, cuando hablamos de nuevas narrativas solemos referirnos a distintas formas de mostrar las experiencias de personas discriminadas, con el fin de despertar la empatía de la audiencia más privilegiada.

A menudo siento que quienes desde una posición de privilegio analizamos estas cosas llegamos tarde, con torpeza prepotente. Con la actitud de quien siente que acaba de “descubrir el hilo negro”, como decía el otro día la reportera María Antonieta Mejía en el III Congreso Internacional de Periodismo de Migraciones.

Y tiene razón: el hilo con el que las comunidades oprimidas llevan cosiendo sus heridas para sobrevivir desde el inicio de los tiempos está hecho de palabras.

El uso del relato personal como forma de dar sentido al sufrimiento (frecuentemente con fines altruistas, para evitar el sufrimiento de quien viene detrás) es algo que Boris Cyrulnik, el mayor experto mundial en procesos de resiliencia, lleva estudiando toda la vida.

Lo considera una de las claves fundamentales de la resiliencia:

Fragmento de la entrevista “resiliencia y apego”.

En esta revolución 2.0 los relatos han adquirido potencial transformador no solo individual o comunitario, sino global. Se tejen en una red polifónica que permea el entorno digital para ayudarnos a comprender (y eventualmente mejorar) las situaciones de discriminación normalizada e invisibilizada en las que participamos.

Pero no todo lo que deriva de esta catarsis de relatos resilientes es positivo. Con ella ha surgido

La Cultura de la cancelación.

Lo que se ha dado en llamar “La cultura de la cancelación” es consecuencia de este fenómeno de resiliencia colectiva.

En el momento en que se relata una agresión automáticamente se evidencia la existencia de un victimario y de un entorno y cultura que la han permitido. Señalarlo posibilita que agresor y cómplices se hagan responsable de sus acciones, se disculpen con la víctima, reparen el daño ocasionado y modifiquen aquellos elementos estructurales que han facilitado que ocurriese.

Se busca principalmente que tanto el agresor como el entorno permisivo modifiquen lo que haya que modificar para que en el futuro esa agresión no vuelva a sufrirla otra persona.

Este caso que resumí en un hilo hace tres años puede servir de ejemplo:

Haz click en el tweet para ver la historia completa.

Sin embargo la cultura de la cancelación, que tenía la intención de promover un cambio social positivo, ha derivado en los últimos tiempos en la normalización de unas estériles y esencialistas dinámicas de señalamiento generalizado en redes sociales y medios de información que tienden a la deshumanización, que con frecuencia son injustas y que, en última instancia, empujan a la polarización de quienes participan en ellas como instigadores, como acusados o como testigos.

Generan ruido y distraen la atención, envenenan el ambiente, impiden el diálogo y asfixian antes de tiempo cualquier posibilidad de cambio y crecimiento. Recomiendo ver este vídeo de la filósofa Natalie Wynn para una mejor comprensión del fenómeno:

… coge palomitas, dura 100 minutos, pero cada uno de ellos está bien invertido.

Paradójicamente quienes más alientan estas dinámicas de cancelación estéril en redes sociales son personas que tienen motivaciones egoístas, no altruistas, principalmente movidas por

La vergüenza

… o la falta de ella.

La vergüenza es uno de los tres factores de anti-resiliencia identificados por Cyrulnik. Los otros dos son el aislamiento y la incapacidad de resignificar el trauma para darle un sentido.

La vergüenza se esconde tras la motivación última de quienes alientan con más fuerza estas campañas de humillación pública en redes sociales. Son personas que

a) Están en una posición de privilegio y se sienten personalmente interpeladas por el motivo de la cancelación. Avergonzadas por no responder “en la vida real” a las expectativas de reparación u oposición activa de las discriminaciones que ejercen o con las que conviven, ocultan su vergüenza señalando a otros.

b) Tienen un conflicto personal por el asunto tratado y proyectan su ira sobre la persona cancelada porque no pueden/quieren hacerlo sobre su propio agresor, debido principalmente a la vergüenza no elaborada que aún sienten como víctimas.

“Los perversos no tienen nunca vergüenza porque, para ellos, el otro no existe, no es más que una marioneta que solo esta ahí para su propio placer” Boris Cyrulnik

También hay otro perfil, más malintencionado, que suele sumarse a estas campañas de cancelación:

c) Las personas sin vergüenza. Es aquel grupo formado por el perfil “perverso” que señala Cyrulnik. Encuentran placer en la contemplación de la humillación de otros, les entretiene como espectáculo de tintes sádicos.

Estos tres grupos van enlazando una cancelación con otra apoyándose y sintiéndose legitimados mutuamente. Están en la búsqueda constante de un chivo expiatorio que atenúe su nivel de malestar o les otorgue nuevos divertimentos.

Pervierten el entorno digital influyendo en el comportamiento de otros.

De nuevo, Boris Cyrulnik explica a la perfección este fenómeno de influencia aquí:

Extracto del turno de preguntas de la conferencia “El teatro íntimo de la vergüenza”.

El peso de las teorías de Cyrulnik y René Girard (cuyo trabajo sobre la violencia mimética cita) está en la importancia de los modelos personales y culturales que escogemos, porque marcan la deseabilidad de un comportamiento determinado entre todos los comportamientos posibles.

Gran parte del movimiento que participa en la cultura de la cancelación actualmente se ha pervertido y lo hace imitando acríticamente el comportamiento de los tres perfiles anteriormente citados, sin recordar el objetivo primario. Esto iba de resignificar el relato de los abusos sufridos dotándoles de un nuevo sentido altruista: permitir asumir la responsabilidad sobre sus actos a quienes los infligen o consienten para que se comprometan a modificar su conducta y eviten causar el mismo trauma en otros.

Instigadores y seguidores acríticos convierten cada campaña de cancelación en “pornografía justiciera”, generando un ambiente polarizante que dificulta el avance social, como señalaba hace poco Sarah Silverman.

Fragmento de un capítulo de su podcast, donde la reflexión tiene más matices.

Silverman en su alegato propone como alternativa a la cultura de la cancelación un “camino de redención” que ofrecer a aquellos que abusan de otros.

Esta propuesta, que precisa de una intervención sistémica, casa muy bien con la del feminismo antipunitivista que Iranzu Varela explica en este vídeo, contraponiéndolo al populismo punitivo.

Si se pretende una transformación social profunda donde la discriminación no tenga cabida es necesario renunciar a los marcos dicotómicos establecidos en los que se alojan las violencias que se deben erradicar.

El feminismo antipunitivista coincide con la teoría de la resiliencia en advertir sobre los peligros de caer en la trampa de simplificar en juicios deterministas unas realidades identitarias complejas, cambiantes y plagada de grises que pueden evolucionar para ser no solo más sanas en su individualidad sino sanadoras para el conjunto de la sociedad.

Lo que subrayan los estudios sobre la vergüenza de Cyrulnik es que el juicio percibido en la mirada del otro (lo que es permitido o no por la cultura imperante) puede potenciar la resiliencia o congelarla sine die en base al nivel de vergüenza que siente la persona que es juzgada.

La cultura de la cancelación está destinada al fracaso como herramienta de transformación social porque impide cualquier posibilidad de resiliencia no solo de las personas canceladas, sino también de quienes empatizan de cualquier forma con ellas y son testigos de la cancelación. Empuja a un gran conjunto de individuos, como bien dice Silverman, a buscar validación en el único otro modelo disponible que ofrece esta concepción dicotómica de la realidad humana.

Potencia en última instancia que los perversos que lideran los movimientos que acogen a estas personas instrumentalicen su desazón para pervertir más si cabe el statu quo que la Cuarta Ola pretende hacer progresar.

Así la cultura de la cancelación no solo fracasa, sino que se convierte en mecanismo polarizador, lo que dificulta terriblemente la deconstrucción de aquellas creencias y valores sobre los que se edifica la desigualdad.

La cultura de la cancelación ahora mismo aúna en sí misma los tres factores anti-resilientes antes enumerados:

  1. Aísla al cancelado porque cualquier vinculación con él pone en peligro la reputación de quien le apoye.
  2. No le ofrece la posibilidad de elaborar un relato propio que resignifique lo ocurrido, más allá del silencio.
  3. El juicio negativo reaparece eternamente vinculado a su nombre, por lo que la vergüenza nunca termina.

Por tanto, además de la narrativa resiliente de las identidades oprimidas, se impone para resolver este problema la necesidad imperiosa de ofrecer complementariamente, como modelo para las identidades opresoras,

Narrativas alternativas.

Las narrativas alternativas están enfocadas en ofrecer un modelo de transformación personal que sea deseable, para que la tendencia a la mímesis permita la resiliencia de quienes abusan y de quienes empatizan con ellos.

Este modelo debe facilitar una elaboración positiva de la violencia ejercida, que también es traumática para quien la ejerce. Debe poner en valor esa “redención” de la que hablaba Silverman, evidenciando la plena agencia de sus protagonistas en el proceso y alejándoles de la dicotomía deshumanizadora imperante.

Esto se logra compartiendo y apreciando de forma amplia relatos de transformación en primera persona que trasladen el papel de chivo expiatorio al “yo del pasado”: aquel que cometía los abusos. Deja por tanto el futuro abierto a la esperanza y al compromiso altruista tras una redención socialmente aceptada.

Si el relato de las víctimas en la actualidad es plenamente aceptado e incluso aplaudido por gran parte de la sociedad, el de los victimarios no lo es, aunque empiezan a verse algunas referencias que muestran que es tan posible como positivo.

Silverman en su podcast propone como inspiración a Christian Picciolini, cuyo discurso puede provocar susceptibilidades al constituir un “viaje del héroe” demasiado perfecto, en cuya gestación apenas participan sus propias víctimas más que como catalizadoras de su epifanía de transformación identitaria a través del perdón.

Historia de radicalización, conversión y redención de Picciolini.

Otras aproximaciones narrativas más complejas también son posibles (más difíciles sin duda de encontrar o construir). Me parecen valiosas aquellas en las que tanto victimario como víctima directa construyen no ya un viaje del héroe, sino un nuevo modelo relacional que recoge de forma más realista la naturaleza de la violencia, las consecuencias de la misma y el complejo proceso de sanación de todos los implicados.

Por ejemplo, Tom Stranger a partir de su libro South of Forgiveness escrito conjuntamente con Thordis Elva (donde diseccionan las consecuencias de la violación que el primero perpetró contra la segunda) plantea reflexiones estructurales que son muy interesantes.

“La forma en que se enmarca (la violencia sexual) como un problema de mujeres es profundamente problemática y simplemente incorrecta: 100%. Ya es hora de que empecemos a considerar la violencia sexual como un problema de hombres ”.

“Si buscas en Google ‘Tom Stranger’, muchos de los titulares incluyen la palabra ‘violador’. No sé si me corresponde cuestionar ese término; es de hecho correcto y no pretendo refutarlo. Pero es un término usado como arma. La semántica es el más grande de los pecados. Nadie en su sano juicio querría jamás llamarse a sí mismo un violador. Creo que el discurso en torno a esa palabra aísla, es reductivo hasta el punto en que no pasa del etiquetado. Ser un violador es imperdonable, algo más allá de cualquier tipo de redención o comprensión.

“Creo que el término ‘violador’ no permite ningún análisis adicional porque etiqueta a la persona en lugar de al comportamiento”.

“Después de que Thordis y yo fuimos a Ciudad del Cabo volví como una persona diferente. Reconocí que no puedo desprenderme de mi pasado, pero también comencé a llevarlo como algo que me golpea menos con la vergüenza, la culpa y la autoflagelación. Supongo que soy un ejemplo de cómo reconocer tu propia culpabilidad, pero no dejar que consuma toda tu persona “.

Otra propuesta interesante es “A Better Man”, un documental acompañado de un elaborado material pedagógico-vivencial que sirve de referencia a abusadores y víctimas en sus procesos de resiliencia.

En este caso me parecería potentísimo ofrecer una secuela de la pieza en la que cobrara mayor protagonismo el proceso de resiliencia de Steve (el hombre maltratador que lo coprotagoniza). Una secuela que integrara de forma esperanzadora la asunción de la responsabilidad del daño causado que se muestra en el documental, a todas luces difícil.

En resumen.

Participar de la “pornografía justiciera” en que se ha convertido la cultura de la cancelación y pretender condenar al aislamiento a quienes se cree que han cometido abusos imperdonables (a menudo erróneamente) no solamente supone en muchos casos un castigo injusto para ellos sino que también aumenta la polarización y por lo tanto la violencia, pervirtiendo de forma inevitable y a gran escala el objetivo de reforma social que en teoría pretende inspirar.

Para intentar contrarrestar esta tendencia es necesario inundar las redes con modelos de resiliencia más amplios, poniendo en valor las narrativas complementarias a las de las víctimas: las de los victimarios.

Termino indicando que, si bien los ejemplos que se ofrecen en este texto son extremos, constitutivos de delitos graves, la gran mayoría de los comportamientos discriminatorios que deben modificarse o abolirse son más leves y están generalizados. No es necesario buscar testimonios de personas que hayan ejercido violencia física intensa.

Todos y cada uno de nosotros podemos encontrar en nuestra historia ejemplos vergonzantes de actitudes propias que, por acción u omisión, deberían revisarse. Este es el momento perfecto para compartir ese proceso de revisión con el mundo, para que sirva de inspiración a otros.

--

--

Raquel Lainde

Equilibrista entre #Diversidad, #Inclusión, #Marketing, #TransformaciónDigital, niñxs, libros, viajes y empresarixs. Vida ecléctica…